sábado, 21 de noviembre de 2009

Poema palindrómico

Yo amad a la dama, ¡oy!
A mí me mima,
luz azul,
ojo rojo.

A tu ruta
atino, bonita.
Ese bello sol le bese,
amo la pacífica paloma.

La ruta nos aportó otro paso natural:
atar a la rata.
¡Ya! ¡Atar al roedor y rodear a la rata! ¡Ay!
A ti no, bonita.

Se es o no se es,
somos o no somos.
Sé verla al revés,
sé verla del revés.

Yo de todo te doy,
yo dono rosas, oro no doy.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Dos palabras

Dos palabras que borren
la mierda y la impotencia,
las lágrimas y la impaciencia.

Dos palabras que borren
los puñales en mis orejas,
las rejas que me rodean.

Dos palabras que borren
esta cuerda que aprieta
mi corazón y mi cabeza.

Dos palabras que borren
lo que adorna el vacío
y el bajón entrometido.

Dos palabras que borren
palabras mal utilizadas,
hirientes y depravadas.

Dos palabras que borren
este momento que me embiste.
Las dos palabras que me diste.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Jueguetes satánicos

Se impuso resolver el crimen a como diera lugar. Loco, desenfrenado, salió a buscar pistas. Vaya uno a saber por qué, las encontró bien cerca.
Una parva de juguetes destrozados, bien a la vista, rodeados por las piedras de un cantero, daban crudos gemidos de agonía, movimientos imperceptibles invitando al martirio. El detective tomó el cierre de su mochila con la mano derecha, deslizándolo hacia su izquierda para dejar el bolso abierto. Luego, metió los juguetes lastimosos y se echó a caminar, ya en búsqueda de pistas definitivas que lo hicieran dar con el paradero del cuerpo. Puro instinto, ni una conjetura.
Cuando pasó por la puerta del puterío le entró una punzada en la cabeza, algo que lo hizo reaccionar y pensar, o tener la seguridad, de que algo útil iba a encontrar. Enfrentó al patova de la puerta y, sin prestarle mucha atención, pagó la entrada. Pidió una cerveza en la barra y se sentó a mirar a todo y a todas. Los otros dos clientes le pasaron desapercibidos; sabía que si algo pasaba, eso tendría que ver con alguna de las chicas del boliche. Al segundo trago, una chica se le sentó y comenzó a hablarle. Pero ni le prestó atención. Toda su mente daba vueltas alrededor de los muñecos, todas las pupilas para ellos, que reaccionaron como muñecos: quietos, con la mirada vacía que no parecían tener cuando los encontró. Como cualquier juguete: ahí.
Sin mediar muchas más palabras, terminó en un cuarto con la muchacha, desnudos ambos, a puro sexo mudo. Cuando el vendaval pasó, se quedaron tirados en la cama, abrazados y fumando, hasta que empezaron a hablar de la vida, de los idas y vueltas. Él le comentó de su búsqueda, y ella se apiadó. Tanta fue la comprensión que, contra todas las reglas de puta que mantenían inertes a los juguetes, lo besó. Y lo siguió besando, y las cosas empezaron a revolverse en los estómagos de sus cuerpos cada vez más adultos e inocentes. Hasta que la mochila crujió, como un trueno que rompe en la noche en pleno sueño, despertándote de la fantasía de la imaginación del dormir soñando.
Los juguetes salieron enfurecidos, con rostros mefistofélicos y manos amenazantes. Ante la mirada atónita y la imposibilidad de acción de él, un grupo de los nuevos diablitos tomaron a la chica. Le comieron los ojos, le arrancaron los dientes y se los clavaron en sus propias muñecas, le cortaron los labios, las yemas de los dedos, y la dejaron con vida hasta que ya no hubo más sangre que alimentara de vida lo poco que quedaba de cuerpo en esa cama. Mientras tanto, el otro grupo diabólico tomaba la cartera de la chica y destrozaba toda evidencia que pueda traer un recuerdo. Engullieron su documento, tiraron por el inodoro un frasco de perfume que ella usaba todos los días y arrancaron página a página del libro que llevaba para no aburrirse en los largos viajes en colectivo. Cuando no quedó más rastro de la mujer, le apuntaron a él. El llanto lastimoso fue al unísono, más fuerte y agudo que el de hacia un tiempo. Las lágrimas les caían de los ojos como manguerazos, y arrastrádose como los lisiados que no daban la sensación de ser hasta hacía instantes, se le fueron acercando y tomando todo su cuerpo. Dos llegaron y se le posaron cerca de sus orejas, perforando los tímpanos con los gritos. Otro se encargó de abrazarle el pene y aislarlo del mundo. Los demás se encargaron de tomarlo de los pies y un último acomodaba la mochila. En cuestión de segundos lo habían logrado meter en la mochila. Luego fueron entrando ellos, uno a uno, hasta que el último tomó el cierre, y con su mano lo deslizó hacia la derecha para dejar el bolso cerrado.
Salió a un callejón desierto. Lo único que llamaba la atención era ese dibujo en el piso, hecho con tiza, y formando el perfecto contorno de un cuerpo humano despatarrado. Ante la mirada atenta de los juguetes, comenzó a dar pasos lentos, retumbantes, imprecisos, hasta llegar al dibujo. Se agachó para verlo con más detalle. Posó su mano derecha sobre la pintada en el asfalto, y para su sorpresa y resquemor, coincidían perfectamente. Cualquier mano podía coincidir, pero entre tanto instinto, él supo que esa era su mano reflejada en un espejo de brea. Con una vaga esperanza de que la mano izquierda no le diera la razón, también la acercó al suelo. Era lo previsible: coincidencia perfecta. No sin lágrimas en los ojos, pero sí con una pasividad atemorizante, apoyó su oreja en el piso, haciendo coincidir su cabeza con la de la silueta de tiza. Luego vino el pecho, la cadera, las piernas y los pies, todo hasta dejar acomodados y en sintonía el cuerpo dibujado y el de carne y hueso.
Derramó las últimas gotas por sus ojos ya sin sueños, se dejó rodear por los juguetes ahora conformes, y emprendió en vuelo a flote hacia la nada.