jueves, 4 de septiembre de 2008

Residente del interior

El perro olía todos los árboles, y tiraba de la soga queriendo correr. Pero yo no tenía ninguna intención de apurar el paso.
Tranquilo, con un cigarrillo entre el pulgar y el índice, caminaba, resistiendo el tirón que provocaba el animal, y sin prestarle demasiada atención a lo que rodeaba a mis ideas revoloteantes. Pero siempre está ese estado de alerta que te devuelve de un latigazo al mundo. Gritos a unos metros de distancia, gritos fuertes y chillones, que no emitían palabra alguna. Únicamente un gemido incansable y desesperado.
Provenían del hotel de mitad de cuadra. Tenía una puerta alta, negra y con la mitad superior vidriada y enrejada. A su lado la enorme ventana, con la persiana abierta, color verde agua, despintada, oxidada, descuidada en líneas generales. Todo encajaba perfectamente en esa perspectiva triste que daba toda la fachada de la casa devenida en "Hotel Familiar", como decía ese cartel pobretón de al lado de la puerta.
Tratando de ser lo mas disimulado posible, giré la mirada hacia mi derecha y vi a un niño tomando vehementemente las rejas de la ventana, agitándose entero, dejando caer lágrimas y con la boca abierta deshaciéndose en los gritos que se escuchaban hacía dos veredas. Detrás de él, alguien que parecía ser su padre lo acallaba, no enojado, inclusive se lo notaba sin fuerzas, resignado, rendido vaya uno a saber por qué cosa.
Esa película era triste y tenebrosa, y ahí sí agradecí el tironeo del perro, que me llevó lejos, hasta que los gritos se fueron esfumando en sollozos y luego en silencio. Pero no sé si fue por que el niño se había calmado o por la distancia con la ventana sumada al ruido de los pocos coches que transitaban la avenida a esas perdidas 10:30 de la noche.
Al emprender regreso con el perro, era obligado el paso por la sombría ventana, y ahora la imagen era otra.
El padre (di por hecho que lo era) había rodeado al hijo con sus brazos, pero no era un abrazo. Más bien era una prisión. Sólo en esa situación le vi al padre algo similar a una sonrisa, seguramente la máxima expresión de felicidad que se le podría escapar. Y el infante callado, con el sendero de las lágrimas aún húmedo en sus mejillas, todavía respirando agitado. Parecía que en ese momento era él el resignado. Ya sin ira, ya sin llanto, ya sin nada.
Desconozco si me vio, pero yo pude divisar en su rostro la misma mueca de resignación que había visto antes en su padre. Eran tan iguales. Idénticos diría yo. Su abrazo era el perfecto cuadro de la derrota.
Seguí camino, y cuando buscaba en el bolsillo las llaves para entrar al edificio, mi perro se enredó con la soga y tropezó. Yo solté una risa tonta e inocente, y agradecí tener a mi hijo de la mano, tan divertido de todo esto como yo.

1 comentario:

  1. Vaya uno a saber donde estaba...
    Empiezo a recorrer el blog y ya estas en mi lista de preferidos, Conde!!!

    Gracias

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