sábado, 6 de febrero de 2010

Aguacero pasajero...

Cada gota que caía sobre el pelo era una tortura aparte. No alcanzaba con la gota en la frente, con la gota en el ojo, con una única gota cayendo sobre la cabeza en cualquier punto. Es que las nubes se encapricharon y, gritando como locas, empezaron a tirar baldazos sobre los techos de las casas y los pelos y peladas de la gente, desesperada buscando los balcones, los puestos de diarios y zaguanes. Así lo marca la lógica, a la que a veces se me da por revolotearle un pañuelo blanco con puntillas y mirarla irse en un tren imaginario, yéndose lejos lejos lejos. Del tren que acaba de llegar se bajan los rostros sombríos y agonizantes, y la angustia ya es figura conocida.
En fin, a pesar de que me gusta mojarme, de que me encanta caminar impune bajo la lluvia, este era un aguacero especial, maquiavélico, miles de torturas que partían la cabeza a cada tintinear. Y yo que ya estaba solo en la calle, empapado y hecho una sopa, lo que hubiese sido mi mejor sueño en otro momento se me había convertido en un sufrimiento atroz. Una calle ancha entera para mí, sin tránsito, con lluvia... no, los momentos y los ánimos cambian en la vida, a veces como un auto que despista en la ruta con vuelcos mortales que hacen pim pum pam y el golpe a la pared.
Como siempre quedó en pie la salida fácil del pasaje bañado en adoquines bañados en torturas, o gotas de lluvia; es realmente indiferente. Giré (la verdad no recuerdo si a la izquierda o a la derecha, por que es de poca trascendencia en el asunto) cabizbajo, encarando derechito para la pared que mostraba inobjetablamente que aquel era uno de tantos callejones sin salida. Los ladrillos de aquella muralla eran el respaldo perfecto a la nostalgia, la abulia y la deshazón.
Cuando me senté y miré hacia atrás vi una figura que no era mi sombra, pero que me venía siguiendo, buscándome a mí que encuentro una pulsera en el océano, pero que se me escapa un lobo marino prendido fuego en la cocina. Figurita femenina, contorno delicioso de caderas, pecho y boca; pelo lacio, lumbreras y boquita azucarada. Largo mirarte, largo pensarte, largo reconocerte y, ya sí, sin tintes oníricos de más, larga mirada tan real.
Tuve que verte los dientes que dibujadaban una sonrisa para darme cuenta de que me había caído de espaldas como un idiota, justo enfrente tuyo que no te hace falta pensar que soy un desquiciado para reírte de mis idioteces y torpezas. Pero más loco era darse cuenta que había caído de espaldas, y gratificante fue entender que mis hombros ya no se apoyaban en ninguna pared (ni tampoco la sostenían).
Con tu mano me ayudaste a ponerme en pie, erguido, la frente alta y las pupilas apuntando a lo que había sido un muro. No te solté la mano cuando estuve parado, ni te la suelto cuando tropezás con una piedra, ni me dejás de apretar cuando resbalo en un charco. Al fin y al cabo, siempre nos terminamos riendo de nuestra torpeza mientras nos comemos a besos.

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